Diario La Nación, sábado 4 de agosto de 2001

Una historia pequeña que poco tiene que ver con la niñez

    Apoyado en el motivo característico, que ya es una especie de logo, de nenes y nenas de caritas sonrientes y mirada ingenua, que saltan del televisor para ofrecer un entretenimiento en el teatro, el espectáculo toma la estructura de un gran videoclip con despliegue en la escenografía y los efectos, incluyendo la ilusión tridimensional de una pantalla gigante que crea laberintos, túneles, agujeros negros refulgentes al mejor estilo de la ciencia ficción y promete una aventura emocionante.

    Allí puede situarse la malvada Lidia para anunciar que arrebatará a los niños su posibilidad de tener sueños, secuestrando a la joven Mili y sumiéndola en un letargo que la alejará de la realidad.

    Los chiquititos y chiquititas reaccionan y buscan despertar a su amiga venciendo nuevamente a la feroz antagonista.

    Resulta muy difícil seguir este argumento aun en el caso de aceptarlo con toda su falta de lógica, porque todo lo que aparece luego en el escenario tomará la visión de sueños con los que los niños tratan de entrar en el mundo onírico de Mili, y una o dos apariciones de “la mala” para recordar que se trata de una batalla de sueños.

 Sólo sueños románticos

    El espectador se encuentra con mensajes polivalentes cuyas posturas no siempre coinciden entre sí, pero que, de todas maneras, movilizan a la platea juvenil y adulta aparentemente por su fuerte impacto visual y, tal vez, por estímulos emitidos fuera del espectáculo.

    En algunos casos puede suponerse que los códigos se apoyan en antecedentes  de la serie de televisión, porque muchos niños y adultos-especialmente mamás y abuelas- reconocen melodías y letras que para los demás son ininteligibles, además de los personajes, de los que ya esperan ciertas conductas.

    En otros casos es obvio que se apunta a estimular zonas sensibles y más expuestas de la emocionalidad juvenil con un bien armado enfoque sensual de erotismo finamente calibrado. Tal vez esto explique la fascinación con que el público sigue las estampas románticas interpretadas por parejitas de actores preadolescentes vestidos como adultos, con el playback de canciones que son como un murmullo.

 Ambivalencia

    Los niños y niñas que actúan, con sus rostros claros, su concentración en las coreografías, su pura intención de moverse de acuerdo con lo marcado, aportan su fresca inocencia. No importa lo que canten o bailen, afortunadamente siguen siendo niños.

    Pero lo que cantan, lo que bailan y lo que visten se configura en un todo para hablar solamente de enamoramientos, de atracción sensual, de despertares del cuerpo, con gestos y palabras de adultos. Camas, divanes, camisones, desabillés, gasas y sedas para las niñas y trajes formales para los chicos pasan magníficamente montados en escenas deslumbrantes, con mucho humo, colores pálidos y fondos difusos para dar ilusión de nubes y sueños.

    El aparato de deslumbramiento visual está supuestamente armado sobre la débil y lineal trama que de tanto en tanto es recordada con los impresionantes efectos, la ilusión de coloridos, laberintos y planos sobrenaturales, el vestuario magnífico de María Rojí.

    En realidad, en todo esto no hay nada de “chiquitito”. Nada que tenga que ver realmente con la niñez. El espectáculo es serio, solemne, no hay aventura verdadera, no hay diversión. No hay juegos de chicos ni travesuras, faltan el tejido de la amistad, las palabras sencillas, los pequeños descubrimientos cotidianos, las acciones en grupo. Y falta, lo que es para reflexionar, una relación más sana con adultos normales.

    Y eso es todo: proponer desde las imágenes que la vida interior sólo se defiende soñando sueños románticos, que lo más importante es enamorarse sin crecer en otros aspectos de la vida y de la personalidad y que la infancia se debe dejar bruscamente , saltando etapas, buscando imitar emociones del adulto.

    ¿Qué reciben los niños del público?

    No parece que al público del espectáculo le importen demasiado los efectos visules que logra la novedosa pantalla gigante, que no es suficientemente aprovechada para desarrollar la historia que se plantea argumentalmente.

    El espectáculo termina siendo un reencuentro con emociones vicarias que no cierran en una historia para llevarse de vuelta a casa.

    El atractivo está en las apariciones de las parejitas de niños y niñas que se reconocen como personajes del programa-o sus equivalentes-. Es la sensualidad halagada por la imagen, es la fantasía cabalgando en emociones: sólo eso.

    Ausentes sin aviso, se extrañan ingredientes básicos de un buen espectáculo: una buena historia, humor, poesía, una buena actuación, una música memorable, el disfrute de algo que tal vez no deslumbre los ojos pero que, con su autenticidad, dure un poco más que un efecto técnico.

  Ruth Mehl.

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